Siento mi piel calentarse ante los rayos del sol. Uno de los muchos zorzales de la tranquila ciudad da cortitos saltos en busca de algo de comida mientras el sueño característico de la tardecita comienza a disiparse.
Habia arreglado para juntarme en la plaza en donde estaba en ese momento, pero el encuentro estaba planeado para una hora después. La tranquilidad que profesa la contemplación siempre fue algo lindo para mí así que, de la mano de una descomprimida agenda, emprendí el corto camino desde mi casa a la plaza con más de una hora de antelación.
El paso lento propio de la falta de apuro estimula mis ideas y me hace descubrir cosas nuevas en los lugares por donde pasó todos los dias, esos mismo lugares en donde la vida se quema y uno apenas llega a contemplarla.
Ya era de noche cuando emprendí el regreso a casa con la misma tranquilidad que había arrastrado durante todo el día y, tras asombrarme nuevamente con la belleza de lo cotidiano, llegué a casa y cerré la puerta con el convencimiento de que ese había sido un hermoso reencuentro conmigo mismo, había pasado desmasiado tiempo desde la última vez en la que nos habíamos juntado a hablarnos, a sentirnos, a contemplarnos. Siempre que lo hacemos el corazón chisporrotea y nuestro fuego interno, arde más que nunca.